UN CAFÉ
¿Qué
tienen estos cafés que nos convocan semana a semana y recrean una atmósfera
pacífica que nos embelesan al punto de habitarlos con tanta familiaridad y
soltura como para dejarles escuchar nuestros más íntimos secretos cuando los pensamos,
escribimos y hablamos por medio de palabras, silencios o gestos?
Todos
ellos producen un discurso acogedor, cotidiano, familiar, es una catedral
hedonista, un antro para refugiarse del devenir que es fuera de sus paredes.
Esos cristales protectores que nos ponen a salvo de la rapiña, de la
frustración del trabajo, del miedo al otro, del temor a no ser nadie, del hogar
con sus problemas, del otro que espera por nosotros. Son una especie de sala
continua que nos exenta de la responsabilidad de sostenerla, de limpiarla. Tal
vez por eso su éxito. No en vano su multiplicación en épocas violentas. Su
seguridad es simbólica, sus productos generadores de identidad, su servicio de
Internet gratuito nos permite conectarnos con “los otros” y que están en el
mismo lugar de su ausencia.
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Un desierto urbano |
Pienso
que para mí (pues aquí el riesgo de las particularidades, quererlas hacer
generalidades viables para todos, una especie de regla) la única respuesta
viable para escapar de la tentación que presentan de recluirme en mi mismo, en
mis deseos y problemas, es usaros para el encuentro con el Otro, ése que se
esconde y nos habla en la vida de las personas que están sentadas frente a
nosotros, el mismo que se esconde en el interior y a donde hay que irlo a
buscar por medio de la oración. Jamás se está sólo en este mundo hecho por
Dios, el ídolo que podría presentar un lugar debe caer al suelo ante el Dios
vivo, como Dagón ante el arca de la Alianza.
La
comodidad que ofrecen no debe ser el fin en si mismo, ni el pretexto para
olvidarnos del cuadro de realidad en el cual estamos suscritos. La oración de
Jesús al Padre es para “guardarnos del maligno, no para sacarnos del mundo.” La
escena no merece mayor admiración que la provocada por la intensidad de la
interpretación del actor. Hemos sido llamados a relacionarnos con Él como
respuesta a su entrega y vivir acorde a esa experiencia, no a la comodidad que
ofrece el mundo como sistema. Es la misma advertencia paulina de “No adaptarse
a este mundo. Sino transfórmense mediante la renovación de su mente, para que
verifiquen cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno y aceptable y perfecto”. Estos espacios, que
pueden ser los tentáculos que nos seducen a la comodidad, deben ser por el
contrario nuestros desiertos donde Dios nos salte al encuentro en la zarza,
desiertos de silencio, que inviten a la oración, una vez que se interioriza la
debilidad y vulnerabilidad humana en el paisaje urbano. Esa oración, enmarcada
en nuestra vulnerabilidad, es el diálogo con Dios, así, el tiempo “consumido”
ahí es redimido, nuestra mente renovada y, en la claridad y
quietud de su presencia, la voluntad de Dios para nuestra vida es revelada
mientras se nos recuerda el llamado a seguirle.
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