"Quien toma agua de la Presa, se queda"


Reza el dicho tijuanense: "quien toma agua de la Presa, se queda". Y es cierto en la vida de miles de personas que ahora habitan esta esquina del mundo. Les guste o no. 

La lavamática “Splash” en Lomas Verdes, Tijuana, es un establecimiento amplio con una gran oferta de tamaños de maquinas de lavado y secado. El costo por el uso de sus máquinas no es más barato que el del resto de establecimientos de la zona, por lo que su éxito radica en la cantidad de lavadoras y secadoras que ofrece. Un plus en su servicio es la venta de detergente y suavizante de ropa,  el área de juegos infantiles, las televisiones y los baños para los usuarios. Su desventaja, es el escaso estacionamiento, la poca ventilación del sitio y la pobre cantidad de carritos de lavandería.

Las lavanderías solían ser un punto de encuentro entre personas. Ahí, con el cíclico ruido de las maquinas lavando ropa de fondo, se podía entablar una conversación banal sobre cómo quitar las manchas de comida de las camisas o dar su opinión sobre la novela en turno. Ahí a las conversaciones uno puede entrar por invitación o por decisión propia, como yo. Aquella ocasión, ya oscurecía afuera, y aunque hacía frío, las secadoras tuvieron el buen gesto de calentar el espacio para todos los usuarios. Mientras yo doblaba una camisa, escuché la conversación entre un par de señoras al lado mío. Una de las señoras se quejaba de Tijuana como si le doliera la panza. Ninguna queja nueva, para ser honesto: “que está muy fea, que es muy sucia, que no hay parques, que la delincuencia”.

Aprovechando ocasión de que la quejosa se quedó, sola me sumé a la conversación, como un gesto de cortesía, pues la oyente terminó de doblar calzones y se fue, dejando a la quejosa con medio lamento en la boca.   

¿De dónde es usted “madre”?  —pregunté mientras doblaba un pantalón. ­

—De Guadalajara mˈijo.

—¡Ah! Guadalajara es una ciudad muy bonita  —acerté a decir yo con una sonrisa en el rostro y un pantalón perfectamente doblado— yo he estado ahí.

—Sí, muy bonita —contestó viendo detenidamente su ropa en la mesa, con menos ímpetu que yo y con cierto grado de inseguridad, como quien acaba de decir una mentira.

—¿Y cuándo llegó a Tijuana? —me lancé de nuevo a la carga, como lobo que experimenta placer por la presa aislada de la manada y acorralada.

—¡Uy! Hace muchos años —respondió la señora quejosa con la inocencia de un cordero que no sabe el riesgo que le espera después— llegué bien chica, como de unos ocho años.

—¿Y cuántas veces ha regresado allá?—esa fue mi estocada final, lo supe cuando vi la expresión de su mirada, antes que respondiera yo había escuchado el ruido del azote del cuerpo de un toro al suelo. El golpe fue contundente, con la precisión de un torero experimentado. La señora me vio avergonzada y con la sonrisa de los que han sido descubiertos en sus travesuras.

—No, ya no he vuelto, fíjese. Tengo cuarenta y siete años aquí y nunca he vuelto.

—¡No me diga eso madre! Entonces usted ya es de aquí oiga, es tijuanense. Usted no es de Guadalajara, es de aquí. Ya tomó agua de la Presa.

—Sí verdad —dijo sonriendo resignada— ya tomé.

—Ya no ande diciendo que es de Guadalajara eh —con esa última frase terminé de doblar la última camisa, guardé el resto de mis cosas y me preparé para regresar a casa. Me despedí con alegría de la señora quejosa y salí al fresco de la tarde, con las luces de la ciudad sobre el Cerro Colorado.


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