Historias de frontera
Tijuana es un rancho.
Tijuana “es un rancho”, reza el dicho tijuanense en boca de algunos de
nosotros. Me gustaría dejarlo claro: Tijuana es un rancho. En estos momentos donde
se palpa la xenofobia en el ambiente, la claridad en las palabras es importante.
No se confundan, no quiero decir que: Tijuana “es como un rancho”. La realidad es que lo es. La ciudad, con todo y sus millones de habitantes, es en el
panorama nacional: pequeña. Por más que nos guste adornarnos, Tijuana no compite
con Puebla, Guadalajara o Guanajuato bajo los mismos criterios “nacionales”.
No, por eso esta ciudad crece distinta e indiferente. Se autoconstruye, ella
misma es su propio modelo con desdén del sur y una mezcla de admiración y odio
por el norte. La frontera es un espacio en sí mismo, legitimo, indescifrable,
problemático y adictivo. Se necesita
valor, resignación, creatividad y esperanza para estar aquí.
Sin embargo, aun con el vientre
fértil de creatividad e innovación, Tijuana es un rancho. Y hay un sentimiento
pluebleril en el ambiente que se pega entre los brazos, el cuello y huele mal.
“Lo más bonito de Tijuana es San Diego”. Es la apología impotente de quien no
tiene mucho de donde echar mano. “Al menos tenemos mar”. Es otro ataque
defensivo de quien se repliega ante una batalla perdida.
“Tijuana es un rancho”. La frase
acuñada nace cuando tú, o yo, tijuanense promedio asistes a un lugar a
divertirte o comer y te encuentras a una persona conocida. Plaza Río es el
lugar por antonomasia donde esto sucede. Siempre ves a alguien o alguien te
vio.
En este rancho, en la esquina
noroeste de México hay las más pintorescas expresiones de regionalismos. Las
personas llevan años inventando el agua tibia del ícono representativo de la ciudad.
Nada termina de pegar. Nada se sostiene en la frontera, la realidad alcanza y
supera al símbolo, dejándolo lejano y haciéndole perder la fuerza que
evoca. Al final de la escaramuza queda este valle con sus humaredas de carne
asada, con personas que huelen el agua y luchan contra el medio ambiente para
sobrevivir. El viajero nacional podrá reírse de nosotros y temernos en el
fondo. Vasconcelos tomó la fotografía perfecta años atrás: “Donde termina el
guiso y empieza a comerse la carne asada, comienza la barbarie”.
Me pregunto si existió alguna vez
tal espíritu bárbaro del habitante fronterizo. Una fuerza primigenia moldeadora
de hombres y mujeres de frontera que se entienden alejados del resto del mundo y
arrojados a luchar contra la naturaleza para sobrevivir. Este es un desierto
que ha visto morir a miles de Moisés que sólo vieron la tierra prometida pero
nunca entraron a ella. Ante las inclemencias del tiempo y del extranjero, el
otro, el recién llegado fue un aliado. Había suficiente nada para todos que
poco se podía perder y mucho que ganar.
Tal vez existió ese espíritu pero
ahora yace cooptado por el sistema capitalista bajo el nombre de innovación.
Aquí sucedió lo inevitable. El rancho creció, sus gentes echaron raíces y
comenzó la competencia. Un grupo reducido personas tomó la delantera; con pretensiones
de nobleza y alcurnia, rancia, interpretaron la historia de este ridículo palmo
de tierra y en ese intento con ademanes grotescos escribieron para el futuro
sus nombres.
Pero en esta esquina olvidada por
Dios, ninguno de los vivos puede salir a desenterrar el ombligo del último
ancestro que vio la luz en este valle semidesértico. Aquí todos llegaron en
algún momento bajo las diversas razones: huyendo, probando suerte, enviados,
por error o por casualidad pero todos llegaron. Y los que llegaron se casaron
con los que llegaron junto con ellos, con los que ya estaban aquí antes de
ellos, o con quienes llegaron tiempo
después. Todos llegados. Todos foráneos. Y así nacimos nosotros, los nacidos en
esta tierra llena con más penas que gloria. Pero nosotros podemos extender nuestras
raíces a tierras lejanas en el lapso de tan solo una generación. ¿Pena? No, es
más bien riqueza y reconocimiento de la migración que corre por nuestras venas.
Por eso, nosotros también nos vamos. Hemos dejado atrás esta ciudad para
incursionar en otra, de tal forma que a la distancia podemos verla mejor. Y
algunos regresamos.
Al renunciar a su barbarie y su
singularidad por encajar en el modelo de ciudad mexicana Tijuana pierde. Pierde
porque olvida. Pierde porque su imaginación fue drenada a tal grado de no poder
ver lo desolador de este paramo una vez que retiras la mancha urbana. Salvo un
río de temporal reverdece el valle. Lo demás es estéril. Cuando los abuelos que
llegaron primero mueren con sus historias de migración en la boca, nuestros
padres todavía no han tenido el tiempo de contar su historia y nosotros
quedamos ciegos, sin brújula ni una historia de migración de la cual podemos
echar mano para sentir empatía por los que todavía hoy siguen llegando. Esta
ciudad se ha domesticado y perdido la posibilidad de enfrentar con su furia las
fuerzas externas.
Ahora ya es tarde. Aquí también
se discrimina. Aquí también se compró el cuento del nacionalismo futbolero que
poco sabe de ver al imperio de frente y saber torearlo. Y por eso pecamos de
hipócritas: porque duele más una garita cerrada con la imposibilidad de ir a
gastar dinero, o porque ser mexicoamericano tiene el potencial de convertirse
en nobleza.
Me preguntó una adolescente en
clase mi opinión sobre la caravana de centroamericanos que recientemente
llegaron a Tijuana. Me negué a responder. Antes bien le pregunté su opinión:
ella comentó que no estaba de acuerdo porque entraron al país de forma ilegal.
Entonces pregunté al grupo acerca de quienes nacieron en Estados Unidos, fueron
casi el 50% del salón. Después pregunté a las personas que levantaron la mano
acerca de cuántos de ellos cuentan con un acta de nacimiento mexicana. La cifra
fue pequeña. Entonces respondí a la adolescente:
—Tú situación y la de las personas
de la caravana es la misma —Ella se quedó congelada. El grupo también.
Inmediatamente después un estudiante levantó la mano en defensa propia.
—Pero yo soy mexicano —respondió
molesto.
—Sí, porque tus padres lo son, y
la ciudadanía en México es por nacimiento o por tener un padre mexicano. Pero
el problema es que no tienes los documentos que acrediten tu nacionalidad
mexicana. Necesitas que tus padres te registren en el consulado de San Diego.
De lo contrario, eres extranjero. Vives en un país sin los documentos ni los
permisos de residente. Incluso Migración Mexicana técnicamente podría
deportarte.
—Pero soy ciudadano de Estados
Unidos.
Esa respuesta sintetiza mucho a
un sector de la población de Tijuana. No es raro verles valientemente amenazar
un campamento de migrantes temerosos y quedarse callados con la inmensa
cantidad de estadounidenses viviendo en esta ciudad, en nuestras costas y
aumentando el costo de la vivienda. También aquí en el rancho somos hipócritas.
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