De Mesías, caudillos, profetas, apóstoles e influencers

 Desde el aislamiento físico, en el que nos encontramos desde hace poco más de un año por efectos de Covid-19, participamos mucho más en el espacio virtual: clases, trabajo, celebraciones de cumpleaños, aniversarios y también de servicios religiosos. Posiblemente para un congregante nunca antes fue más sencillo “ir a la iglesia”. Las ofertas se multiplican. Libres de la limitante del cuerpo, es posible estar “en espíritu” con otros, aunque sea en otras congregaciones. Ahora es posible elegir la congregación y servicio más conveniente acorde a los intereses particulares: mejor multimedia, mejor música, determinado predicador o cierta iglesia en particular. El creyente corre el riesgo de convertirse en mero espectador que consume material religioso. Y las iglesias, en su afán de no perder membrecía o aumentar sus seguidores, corren riesgo de convertirse en simples marcas, los líderes y pastores en vendedor o influencer. 

El acceso a Internet, la infraestructura básica para las transmisiones (cámaras, micrófonos, cables, computadoras, luces, escenario, etc.) y los recursos humanos capacitados se convirtieron en insumos básicos de las congregaciones locales. De la noche a la mañana, con diferente grado de éxito, se trasladó la actividad de la congregación al espacio virtual. Los formatos son variados, de acuerdo a las condiciones materiales de cada congregación. Pasan desde la simple transmisión del rostro de una persona con un celular fijo que predica a la cámara, hasta lo más sofisticados procesos de comunicación, efectos y derroche de tecnología. Transmitir o morir, pareciera la consigna. Esta labor no es sencilla. Agradecemos a todas las personas que hacen posible estas transmisiones. Aunque sus rostros y voces no se vean ni escuche, su labor y creatividad son clave.

Lamentablemente el traslado a lo virtual no significó la democratización del púlpito o la profundización de lo comunitario. Tal vez más que antes, la comunicación de la congregación es eminentemente unidireccional: una persona habla y las demás escuchan (cuando se tiene acceso a Internet).  Si anteriormente la tendencia en el liderazgo fue a ver personas con delirios de mesías, caudillos, profetas o apóstoles, ahora la escena virtual nos ofrece una versión renovada: el influencer.  Como sabemos, un influencer es una persona con presencia en redes sociales, un amplio número de seguidores y cuyas opiniones en determinado tema influyen a sus seguidores. Estos líderes mediáticos abarcan diferentes áreas: videojuegos, moda, estilo de vida, educación y también religión. El influencer es la encarnación del marketing. Su opinión vende. Con un carisma natural se convierten en estrellas del ciberespacio que guían nuestras opiniones y hábitos de consumo. ¿Será la iglesia online el nido del influencer cristiano?

Hoy en día tenemos las condiciones necesarias para el surgimiento de este tipo de liderazgo entre las congregaciones. No se necesita mucho, basta abrir una cuenta en determinada red social, un celular con cámara, la creatividad para hablar de un tema y el deseo de transmitirlo a la red. Las condiciones sociales lo favorecen: tenemos un andamiaje rígido y un rostro fresco.  

La primera condición es un andamiaje rígido, este es la tendencia a la obediencia al caudillo. En nuestra América Latina, y en la iglesia evangélica latinoamericana también, tenemos esa odiosa tendencia al caudillismo, a seguir a cierta personalidad carismática y que ejerce poder (en este caso simbólico). Este tipo de liderazgo en la iglesia es la típica imagen del líder con poder absoluto en su campo: finanzas, enseñanza, organización, todo pasa por su previa aprobación personal. Él o ella ejercen el poder única y exclusivamente, y lo delegan a unos cuantos imprescindibles que ejecutan a nombre del caudillo. Claro, en la experiencia evangélica el caudillismo adopta nombre de profeta o apóstol. Estas personas aluden determinada autoridad sobre el mundo espiritual (y por ende material también) y la ejercen haciendo sanaciones, alejando demonios, organizando una congregación y entablando relaciones verticales con el resto del cuerpo de Cristo. Este tipo de autoridad denota poder. Y ese poder se ilustra en su ropa, casa, reloj o auto. Podríamos suponer que nadie quiere estar “bajo este tipo de autoridad”, pero sorprendentemente se desea más de lo que suponemos. Pues nos gustan el poder, queremos a líderes fuertes que comparten nuestros valores políticos, económicos y religiosos; los queremos ver ejerciendo su poder (y a veces acabando con oponentes). Por eso tanto evangélico sigue a Agustín Laje o Ben Shapiro. Gustan tanto. Ellos son hombres jóvenes, blancos, agiles polemistas y contundentes adversarios.

El rostro fresco es la segunda condición. Apóstoles, profetas y pastores tenemos desde hace mucho tiempo en el campo evangélico. Hombres, en su mayoría, adultos. Pero la migración al culto online es cruel con los cuerpos y con los cuerpos envejecidos. Eso lo sabemos intuitivamente. La juventud es un valor en el mercado. Un rostro joven predicando logra mayores seguidores. Y si a ese rostro joven lo vestimos a la moda y lo montamos en un buen escenario, el impacto es mayor. El carisma hace el resto (independientemente de la formación bíblica).

El rostro joven puede ser ligado a una congregación en particular o anidado totalmente en el ciberespacio. El influencer libre de la atadura de la congregación es aquel que no es ni pastor ni líder de jóvenes. En ese sentido, el carisma se impone. Cualquier joven, hombre o mujer, podría ser un influencer. Es decir, el influencer no necesita estar vinculado a una congregación o ministerio, tampoco tiene responsabilidad alguna con su audiencia (salvo seguir existiendo y opinando) ni mucho menos con otros que le acompañan y pastorean. Este tipo de influencer cruza las redes sociales con su contenido, y conforme sus seguidores crecen, también su presencial corpórea o virtual en eventos juveniles donde hace el rol de invitado especial. Trascienden denominaciones y territorios. Logran ser como el viento, no se sabe de dónde vienen ni a donde van.  Es la historia del joven que comenzó transmitiendo videos con filtros graciosos, sobre la vida congregacional y que terminó viajando como expositor en eventos juveniles.

Pero con el influencer de congregación las cosas no suceden así. Este personaje sí está anclado a una red local de la cual forma parte o dirige. Algunos pastores jóvenes se han convertido en una persona mediatizada, omnipresente en YouTube, Instagram, Spotify, Facebook, etc. Este tipo de personajes, al ser pastores ejercen un control mayor que los influencers nacidos de las rede sociales. El pastor ejerce su ministerio en instituciones organizadas donde él es casi siempre referente y autoridad última en tema de doctrina y administración. El carisma atrae seguidores y el poder oculto moldea, censura, permite, prohíbe, oculta o desacredita. Son jóvenes autoritarios con los reflectores sobre ellos.

Con base en esas dos condiciones: el andamiaje caudillista y el rostro joven. Las congregaciones locales pueden ser el nido de innumerable cantidad de influencers evangélicos. ¿Quién los supervisa? ¿A qué comunidad están sujetos? ¿Cuál es la certeza de sus opiniones? La cantidad de seguidores no debería ser criterio de veracidad. El carisma ni la institución debe ser fuente de autoridad. La Escritura interpretada comunitariamente debe interpelar no sólo al influencer, sino a todos los seguidores de Jesús.

El influencer evangélico es un riesgo para él mismo y la comunidad de fe, cuando el medio y el fin último es acumular seguidores. Influencer como privilegio.  “Jesús fue un influencer” llegan a decir. Pero pienso que fue más que eso. El peligro del influencer es la capacidad de existir sin relaciones. El seguimiento de Jesús, la misión ni la pastoral pueden existir sin relaciones personales. Se pone el cuerpo. Cantidad de pastores, personas ordenadas por una denominación o sin ese título, a diario acompañan a otros en todo el mundo. Sus vidas jamás aparecerán en una pantalla, pero su obra perdurará eternamente. De los que aspiran a ser influencer con millones de seguidores, imagino a Jesús diciéndole: “Les aseguro que con eso ya tienen su premio”. 

Agradezco a Dios por la vida de muchas personas que sin pretensión de popularidad o fama han dispuesto de su tiempo para escuchar, hacer preguntas, enseñar con palabras y la vida misma. Personas así encarnan más el liderazgo y el rol del pastor o pastora. Esas Priscilas y Apolos que nos toman, nos comparten su mesa, abren las Escrituras y con su vida nos moldean relaciones y roles distintos al mundo, otros más cercanos al Reino.  Una de esas vidas es la de pastor José Antonio Altamirano, la antítesis del influencer, pero un testimonio fiel de pastor. Él ya no está con nosotros, pero dejó ejemplo de amor a Dios, su familia, la congregación, la misión y uno de los grupos más vulnerables del mundo: los migrantes. Partió muy rápido, nos faltó mucho por aprenderle.

    

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