En busca de una paternidad de la ternura
Hay días cuando me voy a dormir
sintiéndome el peor papá del mundo. Pero hay otros, cuando siento que di un
pequeño paso hacía el ejercicio de una paternidad de la ternura. Esos buenos
días son los menos, sin embargo, iluminan con fuerza suficiente para combatir
las sombras del pasado, trazar un sendero escarpado hacia una profunda y
transformadora paternidad de la ternura y abrir nuevos futuros donde
fructifique la vida.
Margarita Sikorskaia |
La trampa y la meta
Ejercer la paternidad en México lamentablemente
es muy sencillo, considerando la poca expectativa entorno al padre. Según el INEGI,
en 2010 el padre estaba ausente en 4 de cada 10 hogares y en 2015, el 47% de
los hogares de México carecía de una figura paterna. De tal manera que
cualquier acto de paternidad, por simple que sea, como, por ejemplo: preparar y
servir la comida a los hijos, pasa como un
gran acto digno de presumir y aplaudir. En este contexto, ejercer la
paternidad es al mismo tiempo una trampa. Cualquier padre que se proponga
ejecutar dos sencillos actos diariamente con los hijos podrá pasar por un padre
ejemplar. Ese padre con tan poco podrá presumir bastante en redes sociales y
será promovido incluso por su pareja como un “buen padre” o alguien que “ayuda
mucho en el hogar”. Y hay muchas personas que con eso tienen suficiente. Con esas
pequeñas migajas se legitima el ausentismo en el resto de las áreas de la vida
familiar. Las migajas de paternidad satisfacen tanto en un país hambriento de
padres.
Yo no me considero el padre
ejemplar ni he llegado a ser el padre que quiero ofrecerles a mis hijas. Al
principio, cuando llovían sobre mí los reconocimientos y aplausos ante un
mínimo acto de paternidad se sentía bien. Después de todo, jugar con mi hija,
cambiarle el pañal, bañarla o dormirla eran grandes hazañas para un padre. Pero
precisamente esa es la trampa: comparar el ejercicio de la propia paternidad
con modelos ausentes. De eso solo se beneficia el ego propio y no sobre nada
para la pareja y menos para los hijos. Sin embargo, salir de esa trampa por
voluntad propia es difícil e incluso imposible; de ahí que incluso para eso
requerimos ayuda.
La trampa de la paternidad se deshace
por fuera, son las manos de otras personas quienes abren los grilletes. Ale siempre
atina en sus comentarios, desde otro punto de vista logro encontrar mis puntos
ciegos. Los modelos de otras paternidades también me han ayudado mucho, le debo
tanto a personas que ni siquiera saben que me han enseñado.
La paternidad es un trabajo duro al
que se llega sin buenas experiencias y sin herramientas. Ejercer la paternidad
comienza precisamente con destruir los falsos ejercicios de paternidad
(aquellos que destellan humo para mantener privilegios) y abrazar el camino del
sacrificio y aprendizaje continuo.
La paternidad en la cultura evangélica
Ninguna persona es “naturalmente”
una madre o un padre. Todos de alguna manera “nacemos” a la maternidad o la
paternidad, ya sea con los hijos de los vientres de nuestras parejas o con los
que llegan a la vida de muchas y diversas maneras. Cuando recibí en brazos a mi primera hija
temblaba nervioso ante la belleza de la vida y mi total ignorancia para cuidarla.
Cuando nació mi segunda hija me enfrenté al mismo nerviosismo ante el asombro
del alumbramiento y el temor a repetir los mismos errores. Nadie escapa a esto.
Es cierto, nadie comienza desde
cero. Lamentablemente. Todos iniciamos con ideas preconcebidas sobre la
paternidad y maternidad, con nuestras experiencias positivas o negativas, y,
sobre todo, con nuestras expectativas alimentadas por la cultura.
Crecí en un hogar cristiano evangélico,
me asumo como tal y laboro en interacción con diferentes esferas del
protestantismo mexicano. En mi opinión personal, a pesar de toda la propaganda “profamilia”
enarbolada por algunos sectores evangélicos, creo que carecemos de modelos de
paternidades tiernos, pacientes, sacrificiales y amorosos. Al contrario, en mi
limitada experiencia encuentro que el modelo del padre en los evangélicos se
caracteriza principalmente por ser: jerárquico, autoritario, rígido, ausente e
incluso violento.
Todo comienza con Dios. Mejor
dicho: con la idea de Dios que hemos
construido, reproducido y enseñado. Para mí es más fácil imaginar a Dios como
juez, un ser soberano que hace su voluntad sin contrapeso y desesperado
castigar a los seres humanos ante el mínimo error. Si ese es Dios, ese también
es nuestro Padre. ¿Pero es así en realidad? Yo sospecho que no. El Evangelio
muestra a Jesús enseñándonos una imagen de Dios muy diferente a la esperada:
menos preocupada por la autoridad y más movida por el amor. La historia del
Padre pródigo de Lucas 15:11-32 nos debería dar una primera pista.
En busca de una paternidad de la ternura
Ejercer una paternidad tierna es un
camino contracorriente, pues la violencia se ha naturalizado tanto. Somos
violentos. Por eso si queremos ser padres tiernos, habremos de experimentar
primero la ternura de parte de Dios, encarnada en personas, y dejar que la
nueva vida de Dios en mí se manifieste por obra del Espíritu Santo. Harold
Segura, en el libro Ternura, la revolución pendiente. Esbozos
pastorales para una teología de la ternura, comenta:
Jesús
acogió amorosamente a quien lo buscaba, a la persona que estuviera enferma,
abandonada, bajo el severo juicio social y religioso, incluso si estuviera
muerta. Y no solo la acogía, también le daba afecto físico; él siempre tocaba o
se dejaba tocar (como algunos relatos nos muestran), con caricias, con el soplo
de su aliento, hablando de frente, protegiendo.
Jesús mismo amonestó a sus discípulos porque ellos
no habían entendido bien su revolución de amor, pues todavía no se habían
percatado del lugar tan importante que ocupan los niños y las niñas en el
Reino. Así que, en nuestros lugares de trabajo pastoral o formativo, debemos
reflejar esa ternura de Jesús; debemos hablar, mirar, tocar y proteger como él;
dejemos que él ame a través de nosotros.
Sus
enseñanzas así como sus actos reivindicaban de manera constante la dignidad y
la trascendencia espiritual humanas. Él logró una ruptura total entre él y el
paradigma legitimado de la violencia. Su vida encarnó la más absoluta empatía
para con las personas vulnerabilizadas, pues su revolución de amor no se quedó
solo en un discurso evangélico, sino que también con su amor sanador tocó con
su propio cuerpo a las personas que luchaban contra el dolor y la enfermedad.
La ternura viene de un ejercicio
hermenéutico (cómo interpretamos las Escrituras) y se ejerce en la práctica
(por obra del Espíritu).
Cuestiones prácticas
Buscar la paternidad de la ternura
comienza con el reconocer a mis hijas como personas y tratarlas como tal, con
respeto, dignidad y depositarias de mi amor. Hay una forma tierna y violenta de
cambiar pañales, servir la comida, enseñar e incluso corregir. Es trabajo de
cada padre encontrarla. Y para quien esté preocupado por mantener “su autoridad”
como padre y “sospeche” que la ternura socavará su autoridad, me atrevo a
sugerir que entendió mal “autoridad” y “ternura”.
Por mi parte la ternura me lleva a
repensar mi propio ejercicio de la paternidad, a crecer en amor y paciencia, a
aprender a pedir perdón y a otorgar disculpas y gracia. Mi oración como padre:
Con Cristo he muerto a las violencias y patrones insanos, ya no vivo yo, sino
Cristo vive en mí; he nacido a la vida de Dios en la ternura, paciencia y amor
sacrificial.
Mis reflexiones son inconclusas.
Espero continuarlas. Ahora mi hija, quien cumple mañana su primer año llora y
necesita cambio de pañal.
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